jueves, 26 de abril de 2012

Otra vez la educación al tapete. ¿Hacia la dirección correcta?


Con el reciente anuncio del Gobierno sobre la creación de un fondo estatal para entregar créditos universitarios y la eliminación del sistema bancario para dicho financiamiento, se reabre el debate sobre la malograda educación superior y sobre el sistema educacional chileno en general. La medida ha sido aplaudida por casi todos los sectores ya que ciertamente es un avance hacia la eliminación del mercantilismo que abunda en nuestro país en todos los servicios públicos, principalmente en aquellos que han sido privatizados.
Sin embargo, reaparecen voces que insisten en cambios radicales pidiendo gratuidad completa o, al menos, gratuidad para quienes no pueden pagar los altos aranceles. También, se reanudan las críticas al sistema educacional superior tanto en su concepción como la calidad de la prestación de los servicios docentes.
Pues bien, nadie puede negar que lo anunciado es un avance; tal vez no el esperado, quizás tampoco el necesario, pero un avance. Es lo más concreto que el Gobierno ha hecho en esta materia desde que comenzó el estallido social por las demandas levantadas por los estudiantes universitarios y secundarios durante el año pasado. Como era lógico, surgen de inmediato las críticas sobre los vacíos del anuncio, el mecanismo de funcionamiento y, por sobretodo, por la supuesta existencia de una ‘letra chica’. Y claro, las dudas nacen como consecuencia de la desconfianza que gran parte de la ciudadanía tiene de la gestión del Gobierno, más que de hechos concretos que pudiesen identificarse en la medida informada.
En efecto, las preguntas de fondo son si nuestro país va a avanzar hacia un nuevo modelo social y económico que en materia educacional signifique realmente que la educación es un derecho fundamental que debe ser promovido y provisto y/o regulado por el Estado o bien, se avanzará hacia un acomodo del mismo modelo que garantice que ciertos servicios y derechos que son hoy día proporcionado por privados sean lo más equitativos posible, siempre dentro de lo que el mercado pueda ofrecer y el Estado pueda regular.

En educación, como en otras materias, parece ser claro lo que la ciudadanía exige: cambios estructurales, modificaciones de fondo, de un sistema económico que aplicado a un mercado tan pequeño y tan poco regulado como el nuestro comienza a dar señales inequívocas de monopolio, corrupción, arbitrariedades y excesos que trasuntan en una concentración desmedida de la riqueza, muchas veces mal habidas o con prácticas poco éticas. El resultado de ello es que servicios tan básicos como el sanitario, el transporte o derechos fundamentales como la salud y la educación son tratados como simples mercaderías que se tranzan al mejor postor. Hoy, por ejemplo, no es extraño que un médico se refiera a sus pacientes como clientes o un rector llame capital al conocimiento científico generado a través de investigaciones en una universidad.
El único paradigma hacia el cual podemos avanzar sin generar trastornos importantes del modelo vigente y su sistema social, es uno en el que el Estado regule claramente las acciones de los privados, lo suficiente como para impedir las malas prácticas, irregularidades e ilegalidades, pero no tanto como para desincentivar la inversión y el crecimiento económico que claramente es el motor que se debe fomentar. Un paradigma donde el Estado se haga cargo efectiva y eficazmente de los derechos básicos, y con calidad, lo que también importa una reforma real del aparato público, mucho más eficiente. Hacer competir al Estado con los privados generaría una suerte de aliento para ambos sectores en pro de la calidad de los servicios que ofrecen.
Volviendo a la educación; el anuncio es importante, va en una dirección correcta, pero se requiere mucho más audacia para avanzar hacia un nuevo modelo. La gratuidad, creo, es perversa. Atenta contra un hecho esencial que es la falta de compromiso y de responsabilidad de parte de quien es beneficiado como de parte de quien ofrece el servicio. Pero se debe garantizar que quienes no puedan pagar los aranceles, y tengan mérito, accedan a la educación mediante créditos blandos o becas. Y aquí está la esencia: ¿la equidad en la educación superior es posible? El problema no está en este nivel, la inequidad proviene de los niveles inferiores. En Chile es posible vaticinar que un alumno que estudió en ciertos colegios entrará a la educación superior sin inconvenientes mientras que otro alumno, por el simple hecho de no acceder a esos colegios, no podrá acceder a la universidad. Este es el cambio urgente. Las gestiones por asegurar equidad en el acceso y mantención en la educación superior sólo debe ser un proceso transitorio mientras se logran igualdades de calidad en la educación básica y media.
De la misma forma como no creo posible la gratuidad, tampoco es posible un acceso universal a la educación universitaria. Las razones son muchas: (1) colmatar una sociedad con profesionales no tiene sustento; toda sociedad requiere distintas calificaciones laborales. Lo que se debe asegurar es más bien que los salarios sean equitativos según las funciones desempeñadas. (2) Se debe entender que la educación universitaria es, por esencia, discriminadora, y no es una discriminación arbitraria, es por meritos académicos. Claro hoy en Chile estos méritos se obtienen desde la cuna, pero si la calidad de la educación básica y media fuera homogénea, no habría necesidad de seleccionar alumnos para la universidad; el proceso sería casi natural. (3) Quienes se llenan de orgullo porque en Chile se ha incrementado ostensiblemente la cantidad de alumnos en la universidad (incluso primeras generaciones), deberán luego poner la cara ante los miles de profesionales cesantes o que trabajan en cualquier empleo menos en lo que estudiaron. El mercado es implacable.
Se requiere un cambio profundo. Si este Gobierno logra ir en la dirección correcta, con certeza y sin generar desconfianza, efectivamente habrá hecho mucho más de lo que se hizo en los veinte años anteriores.

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