Con
el reciente anuncio del Gobierno sobre la creación de un fondo estatal para
entregar créditos universitarios y la eliminación del sistema bancario para
dicho financiamiento, se reabre el debate sobre la malograda educación superior
y sobre el sistema educacional chileno en general. La medida ha sido aplaudida
por casi todos los sectores ya que ciertamente es un avance hacia la eliminación
del mercantilismo que abunda en nuestro país en todos los servicios públicos,
principalmente en aquellos que han sido privatizados.
Sin
embargo, reaparecen voces que insisten en cambios radicales pidiendo gratuidad completa
o, al menos, gratuidad para quienes no pueden pagar los altos aranceles. También,
se reanudan las críticas al sistema educacional superior tanto en su concepción
como la calidad de la prestación de los servicios docentes.
Pues
bien, nadie puede negar que lo anunciado es un avance; tal vez no el esperado, quizás
tampoco el necesario, pero un avance. Es lo más concreto que el Gobierno ha
hecho en esta materia desde que comenzó el estallido social por las demandas
levantadas por los estudiantes universitarios y secundarios durante el año
pasado. Como era lógico, surgen de inmediato las críticas sobre los vacíos del
anuncio, el mecanismo de funcionamiento y, por sobretodo, por la supuesta
existencia de una ‘letra chica’. Y claro, las dudas nacen como consecuencia de
la desconfianza que gran parte de la ciudadanía tiene de la gestión del
Gobierno, más que de hechos concretos que pudiesen identificarse en la medida
informada.
En
efecto, las preguntas de fondo son si nuestro país va a avanzar hacia un nuevo
modelo social y económico que en materia educacional signifique realmente que
la educación es un derecho fundamental que debe ser promovido y provisto y/o
regulado por el Estado o bien, se avanzará hacia un acomodo del mismo modelo que
garantice que ciertos servicios y derechos que son hoy día proporcionado por
privados sean lo más equitativos posible, siempre dentro de lo que el mercado pueda
ofrecer y el Estado pueda regular.
En
educación, como en otras materias, parece ser claro lo que la ciudadanía exige:
cambios estructurales, modificaciones de fondo, de un sistema económico que aplicado
a un mercado tan pequeño y tan poco regulado como el nuestro comienza a dar
señales inequívocas de monopolio, corrupción, arbitrariedades y excesos que
trasuntan en una concentración desmedida de la riqueza, muchas veces mal
habidas o con prácticas poco éticas. El resultado de ello es que servicios tan
básicos como el sanitario, el transporte o derechos fundamentales como la salud
y la educación son tratados como simples mercaderías que se tranzan al mejor
postor. Hoy, por ejemplo, no es extraño que un médico se refiera a sus
pacientes como clientes o un rector llame capital al conocimiento científico
generado a través de investigaciones en una universidad.
El
único paradigma hacia el cual podemos avanzar sin generar trastornos
importantes del modelo vigente y su sistema social, es uno en el que el Estado
regule claramente las acciones de los privados, lo suficiente como para impedir
las malas prácticas, irregularidades e ilegalidades, pero no tanto como para
desincentivar la inversión y el crecimiento económico que claramente es el
motor que se debe fomentar. Un paradigma donde el Estado se haga cargo efectiva
y eficazmente de los derechos básicos, y con calidad, lo que también importa
una reforma real del aparato público, mucho más eficiente. Hacer competir al
Estado con los privados generaría una suerte de aliento para ambos sectores en
pro de la calidad de los servicios que ofrecen.
Volviendo
a la educación; el anuncio es importante, va en una dirección correcta, pero se
requiere mucho más audacia para avanzar hacia un nuevo modelo. La gratuidad,
creo, es perversa. Atenta contra un hecho esencial que es la falta de
compromiso y de responsabilidad de parte de quien es beneficiado como de parte
de quien ofrece el servicio. Pero se debe garantizar que quienes no puedan
pagar los aranceles, y tengan mérito, accedan a la educación mediante créditos
blandos o becas. Y aquí está la esencia: ¿la equidad en la educación superior
es posible? El problema no está en este nivel, la inequidad proviene de los
niveles inferiores. En Chile es posible vaticinar que un alumno que estudió en
ciertos colegios entrará a la educación superior sin inconvenientes mientras
que otro alumno, por el simple hecho de no acceder a esos colegios, no podrá
acceder a la universidad. Este es el cambio urgente. Las gestiones por asegurar
equidad en el acceso y mantención en la educación superior sólo debe ser un
proceso transitorio mientras se logran igualdades de calidad en la educación básica
y media.
De
la misma forma como no creo posible la gratuidad, tampoco es posible un acceso
universal a la educación universitaria. Las razones son muchas: (1) colmatar
una sociedad con profesionales no tiene sustento; toda sociedad requiere
distintas calificaciones laborales. Lo que se debe asegurar es más bien que los
salarios sean equitativos según las funciones desempeñadas. (2) Se debe
entender que la educación universitaria es, por esencia, discriminadora, y no
es una discriminación arbitraria, es por meritos académicos. Claro hoy en Chile
estos méritos se obtienen desde la cuna, pero si la calidad de la educación básica
y media fuera homogénea, no habría necesidad de seleccionar alumnos para la universidad;
el proceso sería casi natural. (3) Quienes se llenan de orgullo porque en Chile
se ha incrementado ostensiblemente la cantidad de alumnos en la universidad
(incluso primeras generaciones), deberán luego poner la cara ante los miles de
profesionales cesantes o que trabajan en cualquier empleo menos en lo que
estudiaron. El mercado es implacable.
Se
requiere un cambio profundo. Si este Gobierno logra ir en la dirección
correcta, con certeza y sin generar desconfianza, efectivamente habrá hecho
mucho más de lo que se hizo en los veinte años anteriores.
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