En
Chile existe una tendencia excesiva a designar las cosas por un nombre que no
tienen. Debe ser por un efecto cultural que se nos agudiza en los años de
escuela cuando asignamos motes a nuestros compañer@s. Esto es casi una anécdota
cuando se habla coloquialmente, pero cuando se hacen anuncios presidenciales,
parece algo poco correcto.
Vamos
al punto. Llamar reforma tributaria al proyecto anunciado ayer a través de los
medios por el primer mandatario es, por decirlo menos, un insulto a la
inteligencia de los ciudadanos. El proyecto es más bien un conjunto de medidas
(la mayor parte buenas medidas) que permitirán recaudar algo más de impuestos. Por
tanto no es más que una modificación de procedimientos más que una reforma. Digamos
reforma tributaria cuando volvamos a formar un sistema tributario transformando
el existente en otro mejorado. No tan solo se trata de un cambio cosmético sino
que no necesariamente para mejorarlo.
El
objetivo de una reforma tributaria no es para mejorar la redistribución de la
riqueza, sino que buscan aumentar tributos para financiar alguna política pública.
En este caso, se dijo que para la reforma del sistema educacional. Si se busca
esto, debe ser una modificación permanente, sin embargo, se anuncia que el
crecimiento del PIB (algo que en una economía globalizada como la nuestra es
tan volátil) logrará financiar en gran medida dicho sistema y que, por tanto,
aumentar levemente los impuestos a las grandes empresas es suficiente. Lógicamente,
economistas relacionados con estas empresas indican que el enfoque de la
reforma presentada por el Gobierno atenta contra el crecimiento ya que es
dañino para las utilidades retenidas que no se reinvertirán.
Lo
cierto es que es una “reforma” muy moderada (ya dijimos, no es una reforma), ya
que el actual impuesto transitorio a las grandes empresas (por el terremoto) queda
fijado permanentemente y, en consecuencia, el alza ya se encuentra vigente en
lo sustantivo.
El
resto de la “reforma” incluye una supuesta disminución de los tributos a las
personas, principalmente para la denominada ‘clase media’. Lo cierto es que
quienes se benefician levemente son más bien las familias cuyos hijos están en
colegios particulares, esto es, el 100% de las familias más acomodadas y el 70%
de las familias de ingresos medio-altos (4to quintil) y el 40% de las familias
de ingresos medios (3er quintil). ¿Redistribución? ¿Equidad?
Una
reforma real, debe tener claro las cifras que pretende recaudar y el objetivo. Si
es para educación, claramente es insuficiente. Si se dice que financiará el
Transantiago, pues alcanza menos para el objetivo principal.
Otro
elemento es la recaudación eficiente. Se dice que se eliminarán evasiones
importantes. Si es así, excelente. Habrá que ver si el chileno, que por esencia
es tan ocurrente, inventará nuevas formas de subterfugios.
Por
último, efectuar modificaciones a los tributos para fomentar (y no para
financiar) políticas sociales, es un craso error. Resolver los problemas de
alcoholismo y tabaquismo mediante aumento de impuestos, es absolutamente innecesario.
La justificación en ambos casos es más bien una mayor recaudación por la
adquisición de bienes suntuarios y no para provocar un bien deseado (disminución
del consumo de sustancias nocivas), ya que sabemos que eso no va a ocurrir. Similar
es el caso del impuesto específico a los combustibles. Decir que dichos
impuestos resuelven problemas de contaminación y congestión es una falacia que
ha quedado más que demostrada. Lo único que provoca es un aumento irreal del
precio final de los bienes de consumo (todos los cuales se transportan).
En
fin. Una reforma que no es reforma, un aumento de impuestos a grandes empresas
que no logran financiar el objetivo de la ‘reforma’, una disminución distributiva
de los impuestos que no es equitativa (ni redistributiva). En Chile seguimos
llamando de una manera distinta el nombre de las cosas.
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