Una vez más hemos sido testigos de un nuevo cuestionamiento a los preceptos de la iglesia Católica, impugnada por promover la discriminación e incitar al odio, en el marco del asesinato de Zamudio y el posterior debate sobre la ley antidiscriminación. A la luz de la efervescencia generada y en medio de este ambiente enrarecido el gobierno ha dado suma urgencia a un antiguo proyecto de ley contra la discriminación y parlamentarios discuten públicamente sobre los beneficios y desventajas de dicho cuerpo normativo en trámite. También aparecen grupos defensores de los derechos humanos y voceros que promueven los derechos de homosexuales planteando sus posturas a favor de esta ley. En tanto, la jerarquía católica ha disimulado, encubre y evita explicar con claridad su postura al respecto. ¿Por qué?
Es cierto: la iglesia discrimina. Todas lo hacen. Finalmente la discriminación no es más que la elección de una o varias personas o cosas de entre otras, separándolas de ellas y prefiriéndolas. En eso se basa parte de la esencia de la religión cristiana: “Porque muchos son llamados, pero pocos son escogidos” (Mt 22:14) ¿Por qué ahora discriminar se ha vuelto algo inicuo y perverso? Parece que la humanidad avanza hacia formas de conducta donde la equidad es un bien altamente deseado –a veces sobrevalorado– , tras siglos de desigualdades e injusticia social y cultural. Mismas inequidades que se han desenvuelto como efectos (deseados o no) de la divulgación y aplicación (a veces con coerción violenta) de los valores superiores que conforman las normas que sustentan la moral cristiana. Baste con recordar la conquista de América o la Inquisición. Estos valores conforman el dogma de fe del cristianismo y, por ende, quienes lo practican lo asumen como verdades absolutas. La moral cristiana es una moral teológica, y como tal tiene un origen celestial ¿Se puede ir contra dichos principios divinos?
Pues bien, quienes pretendan formar parte de la iglesia deben asumir dichos preceptos. Aquí está la causa de la inacción de purpurados y demás prelados. La iglesia Católica evita a toda costa que sus propias normas inciten una diáspora de fieles, pasando a propugnar un relativismo moral de características descriptivas de su propia moral cristiana. De esta forma, pecados absolutos que se instauraron a partir del mosaísmo, ahora pueden ser considerados simples faltas desde otro punto de vista o según las circunstancias. Por ejemplo: el adulterio, penalizado en el decálogo judeo-cristiano, hoy día prácticamente no tiene la sanción con que era castigada en la época de Cristo ni tampoco con aquella que era condenada hace sólo unas tres décadas atrás.
Si la moral cristiana es relativa, ¿cómo sustentar los principios que rigen la doctrina, los que por esencia debiesen ser imperecederos o, al menos, deben permanecer y conservarse en el tiempo con sus cualidades inmutables? Ese es el dilema de la iglesia: mantener sus principios sin que ellos impliquen la displicencia de los devotos y su eventual alejamiento.
Y allí está una vez más la institución católica como bajel en aguas alborotadoras, reinterpretando las sagradas escrituras según el devenir (Levítico, Romanos, 1 Timoteo). De acuerdo a las nuevas interpretaciones, la iglesia aclara que la “conducta homosexual” es aborrecible pero la “condición homosexual” no lo sería. Siendo así, un católico homosexual, mientras se mantenga casto, no vive en pecado y no debe ser discriminado de la iglesia. De lo contrario, no podría formar parte de los fieles, toda vez que viviría constantemente en pecado. Este último punto es lo que la iglesia Católica quiere evitar. Por añadidura, la imagen que desde una sociedad laica se puede llegar a tener de la propia doctrina cristiana se enerva. Por tanto, la iglesia advierte que no discrimina la condición sino la acción y que ha sido absolutamente indeliberada y hasta inconsciente aquella discriminación que sus feligreses eventualmente han podido perpetrar.
Ampliando la aclaración, el problema, entonces, no es la discriminación en sí, sino los actos voluntarios e involuntarios que en el ejercicio de dicha discriminación se ejecutan. Por ejemplo, tratar a quienes no son ‘escogidos’ como personas inferiores, apartar de la convivencia común a personas por no formar parte de los ‘elegidos’, denostarles, negarles ciertos derechos, etc.
Volviendo a la ley antidiscriminación, se deberá tener en cuenta que el discriminar por si mismo no es un acto protervo ¿cómo elegir sin discriminar? El hecho es que la discriminación que se hace basándose solo en la voluntad o en el capricho, y no sigue los principios dictados por la razón, la lógica o las normas morales o legales sí es un acto indeseado. La existencia humana está llena de tomas de decisiones, de elecciones, finalmente, de discriminaciones. Forma parte de nuestro cotidiano vivir. ¿Cómo escoger a un empleado nuevo sin discriminar? Pues el meollo está en esclarecer, previo a la aplicación de la discriminación, reglas más o menos objetivas bajo las cuales se efectuará la selección, que inevitablemente conducirá a una elección y una segregación. Ya veremos, si se promulga la cuestionada ley, cuantos reclamarán discriminación arbitraria en procesos de selección de personal o de selección académica.
Pues bien, la iglesia ha determinado claramente estas reglas. Los escogidos son aquí aquellos que mantienen una conducta moralmente adecuada. El punto está que la iglesia Católica no quiere apartar a los que no son escogidos porque el efecto de dicho rechazo es visto como un repudio, más que como la consecuencia de la aplicación del dogma de fe. Por ello la jerarquía Católica apuesta por el subjetivismo moral.
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