viernes, 30 de marzo de 2012

Perros vagos y callejeros: la tenencia responsable de mascotas y la responsabilidad de las autoridades.

La reciente agresión de un perro Rottweiler a una pequeña de dos años que se encuentra en estado grave en el Hospital Roberto del Río, revive un problema que de vez en cuando aparece en las portadas de los medios: la presencia de perros vagos y callejeros en la vía pública. El debate al respecto enfrenta a defensores de los derechos animales, para quienes el problema es la tenencia irresponsable de mascotas y, por otra parte, a vecinos y autoridades locales que estiman que el problema es de seguridad y salubridad. Tal como si fueran antagonistas, ambos grupos se enfrascan en una estéril discusión sobre las medidas que se deben tomar, radicalizando las posturas, por una parte, educar a la población sobre las responsabilidades que se deben asumir al tener mascotas y los derechos que éstas tienen y, por otra parte, esterilizar la población canina de las calles y eliminar a los perros que sean peligrosos. Pues bien, cada cierto tiempo surgen grupos animalistas alzando sus voces en protesta por actos que afectan los derechos de los cuadrúpedos y también aparecen noticias de matanzas de animales por funcionarios municipales o por vecinos, como lo ocurrido en San Joaquín en octubre pasado.
Pero lo concreto es que cada día decenas de personas son mordidas y ocurren casos dramáticos como el de la pequeña de dos años o el del hombre que murió en La Serena tras ser atacado por dos perros Pitbull y no se toman las medidas correctas. Cada día son abandonadas mascotas en las calles, deambulan buscando alimento, se reproducen, son “aguachados” por vecinos y por guardias de industrias, condominios y constructoras. Se estima que sólo en el Gran Santiago hay más de 200.000 perros vagos y callejeros. Los primeros no tienen dueños y son fruto de la reproducción de perros en las calles, mientras que los segundos son perros con dueños que los dejan libres en la vía pública. Los efectos no sólo son mordeduras y agresiones; las peleas de jaurías que generan inseguridad, las enfermedades y la suciedad que provocan al buscar alimentos en basureros provocan problemas sanitarios.
Es cierto; hay que educar a la población. Tener una mascota implica necesariamente responsabilidades. Ante el boom de las mascotas la población no ha tomado conciencia de lo que ello implica. Proliferan tiendas de mascotas, peluquerías caninas, tiendas de alimentos -¿Recuerdan cuando a nuestros perros los alimentábamos con la comida que se hacía en casa?- hoteles de mascotas, cementerios, en fin. Los animales viven en un mundo paralelo al nuestro. Si bien la mayoría de las familias tienen consciente y juiciosamente a sus mascotas, con los cuidados necesarios para con ellas y para con los demás, otras tantas familias simplemente no conocen el concepto responsabilidad.
Pero este es el origen del problema. El tema es que tenemos una población creciente de perros vagabundeando por las calles generando los inconvenientes ya mencionados y nadie hace nada. Los municipios, generando ordenanzas locales que se transforman en letra muerta cuando no se ejecutan las gestiones pertinentes (esterilizaciones y recogida de animales desde la vía pública), y si las acciones se ejecutan, aparecen los defensores de los animales. Aquellos que rasgan vestiduras: ¿están dispuestos a hacerse cargo de perros vagabundos? ¿Cuál es la solución que ellos plantean para resolver el problema? En un mundo ideal, la población dejaría de botar sus mascotas, pero ¿qué hacemos con aquellas que ya están en las calles y se reproducen día a día?
Si existiera la antigua y vilipendiada perrera con un buen sistema de gestión, los perros extraídos desde las calles tendrían un destino claro. Aquellos que tienen dueños o tenedores, éstos los reclamarían y se les cobraría una multa por dejarlos sueltos; probablemente tomarán medidas para evitar nuevas sanciones (aquí la responsabilidad de los amos). Aquellos que no tienen dueños o tenedores y están en buenas condiciones de salud, podrían darse en adopción (aquí la responsabilidad de los defensores de los animales). Aquellos que están en malas condiciones o revisten un peligro para la población, sencillamente podrían ser sacrificados. Pero claro, no es una decisión políticamente correcta y los alcaldes no están dispuestos a sumir su responsabilidad: atender la seguridad de la población. Aquí, supongo, nadie dudará que los derechos humanos están por sobre los derechos de los animales. Si alguien piensa lo contrario, simplemente algo está mal en nuestra sociedad.
Claro, esto no se implementa porque estamos esperando una legislación al respecto (como si ella por sí sola solucionara el problema), y esperando una gestión eficiente por parte de las autoridades sanitarias y locales.
Por de pronto, decenas de personas al año sufrirán agresiones brutales por parte de perros vagos y callejeros. A seguir esperando y debatiendo sobre los derechos de los animales y la inseguridad.

jueves, 29 de marzo de 2012

¿Es necesaria una Ley antidiscriminación?

En estos días donde la sociedad chilena se ha conmocionado y sobrecogido con el brutal homicidio de Daniel Zamudio se abre el debate acerca de lo indispensable que es poder contar en Chile con una ley antidiscriminación. Más allá de las posturas valóricas sobre lo que la ley puede o no suscitar desde la perspectiva de generar aperturas a derechos no reconocidos en nuestro país, parece necesario discutir respecto de la necesidad de promulgar dicha ley considerando sus efectos sobre casos como el que lamentablemente ocurrió en estas semanas.
Un ejercicio que pocas veces se ejecuta cuando se discute algún hecho o tema, es aquel que permite determinar con precisión la problemática a debatir, sus causas y sus consecuencias. Resulta obvio que si una ley antidiscriminación estuviese vigente en Chile, lo ocurrido con Zamudio no se habría evitado. Probablemente tampoco serían mayores las penas que los criminales hubiesen tenido que cumplir si la ley existiese. Consiguientemente, entonces, el problema no es la falta de una ley de esta naturaleza. Por tanto ¿por qué algunos políticos rasgan vestiduras al respecto? ¿Por qué el ejecutivo anuncia suma urgencia para el trámite legislativo? Voladores de luces, bálsamo para las almas irritadas, expiación de culpas, en fin, tapando el sol con un dedo.
Hacer creer a la ciudadanía que la promulgación de una ley antidiscriminación evitará delitos de agresiones por razones de discriminación o, en el mejor de los casos, evitará actos discriminatorios, es como embaucar con un dulce a un niño. Aparentemente nuestra sociedad es menor de edad.
Nada parece gustarnos más que el legalismo y el judicialismo como mecanismo a través del cual purgamos nuestras tentaciones y pecados capitales y alcanzamos una alucinación disfrazada de nirvana. Todo lo que catalogamos como indeseable, inmoral y malo, lo condenamos y lo clasificamos como ilegal. De nada sirven las costumbres y los compromisos no escritos. Hoy la palabra empeñada no vale nada. Cuando surge un nuevo concepto que debe ser calificado como indeseable, entonces, alzamos la voz y deseamos penalizarlo, tratando de reglamentar nuestros modos de vida a través de normas escritas punitivas. Y esto siempre se hace sin ir al fondo, sin conocer realmente el problema, ni sus causas y ni sus efectos. Y se transforma en letra muerta.
Volviendo al deplorable caso de Zamudio, que con su triste muerte se modifica su carátula, desde lesiones gravísimas de homicidio frustrado a homicidio calificado en grado consumado; la ausencia de una ley antidiscriminación no imposibilitará en nada que se juzgue y se condene severamente el crimen cometido. No obstante, veremos cómo se desenlaza judicialmente este hecho criminal, ya que se deberá probar que los imputados no sólo quisieron agredirlo sino que intencionalmente intentaron matarlo poniendo todos los medios de violencia para ello y que su muerte no se produjo por hechos ajenos a su actuar. En fin… la (in)justicia.
Ahora bien, si analizamos el proyecto de ley que se está discutiendo en el parlamento (Proyecto de Ley), cuyo objetivo es “instaurar un mecanismo judicial que permita restablecer eficazmente el imperio del derecho toda vez que se cometa un acto de discriminación arbitraria”, debemos entender por ‘discriminación arbitraria’ cualquier distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable y que cauce privación, perturbación o amenaza en el ejercicio de los derechos fundamentales. Sin embargo, el proyecto de ley considera ciertas exclusiones  que se encuentren justificadas en el ejercicio legítimo de otro derecho fundamental, esto es, si existe otro derecho en juego, predominará este último y no se podrá tipificar la eventual discriminación. Por tanto… letra muerta.
Claramente, entonces, se debe entender que la única razón para aprobar esta ley es un objetivo cultural, que rara vez se cumple si no se fiscaliza ni se tiene un diagnóstico certero de la problemática. Un objetivo político que va más allá que el tratar de evitar las discriminaciones infundadas. Un fin ideológico que pretende expiar las culpas de quienes propugnan idearios progresistas pero son incapaces de fomentar una educación realmente pluralista sustentada en la entrega de valores humanistas como el respeto y la tolerancia.
No obstante lo anterior, una ley bien diseñada sí puede soslayar actos de discriminación como los que han afectado a asesoras del hogar en algunos condominios o a trabajadores por ser extranjeros, o a comensales que deseen entrar a una discoteca, entre otros. Para el caso de Zamudio… esta ley no sirve para nada.

martes, 27 de marzo de 2012

Entre el estoicismo y el cinismo ¿Hacia una sociedad inclusiva y no discriminatoria?

Desde siempre se ha escrito que la sociedad chilena es conservadora y pacata, con fuertes arraigues ancestrales complementados con una fuerte percepción de aislamiento. Más recientemente se ha planteado que los cambios acaecidos en la transición desde la sociedad tradicional a una sociedad de consumo en masa que se ha evidenciado en los últimos veinte años ha traído consigo una paulatina disminución del conservadurismo o una creciente masa de ciudadanos con ideas liberales y progresistas. Las diversas encuestas así lo demuestran. Desde una esquina el análisis concluye una pérdida de valores y desde la vereda opuesta un avance en materias de libertad humana y social.
Así, vivimos en una sociedad que colectivamente dice ser más progresista pero que en la intimidad continúa siendo conservadora. Ejemplos de ello son la discusión de una ley de “aborto terapéutico” y de una ley antidiscriminación.
El estremecedor caso de Daniel Zamudio incita a la reflexión sobre qué clase de sociedad es la queremos construir: inclusiva, excluyente o un término medio o “a la chilena”. La homosexualidad ha sido un tema tabú por siglos en el mundo y en nuestro país. Pero los nuevos tiempos anuncian cambios. Ya no se habla de enfermedad o trastorno sexual que requiera de un tratamiento psiquiátrico sino de orientación sexual. Ya no nos asombramos cuando algún famosillo “sale del closet”. En fin, ya no se dice maricón sino gay.
Pero ¿qué tan abierta está nuestra sociedad a erradicar la discriminación de una minoría sexual y cuán dispuesta está a integrarles? Nuevamente surge la ambigüedad y la ambivalencia entre lo que pensamos y lo que decimos. ¿Nos da lo mismo si un compañero de trabajo es gay? Tal vez. ¿Nos importa si nuestro vecino es gay y vive con su pareja? Quizás, pero qué le decimos a nuestros hijos. ¿Y si tienen hijos? Probablemente nos inquietaría. ¿Y si un profesor de nuestro hijo es gay? Seguramente nos intranquilizaría. ¿Y qué tal si un hijo nos dice que es gay?  Con seguridad nos perturbaría y hasta nos  irritaríamos. Aquí ya nos entra el cuestionamiento: ¿qué hice mal?
Por tanto, el hasta donde seamos capaces como individuos de aceptar a nuestro prójimo con sus ideas, valores y creencias, sus virtudes y defectos, será el límite que como sociedad impongamos a la inclusión e integración social de todos los individuos sin importar diferencias de credo, orientación sexual, filiación política, etnia, etc.
La diferencia entre el estoicismo y el cinismo es una delgada línea que la sociedad chilena está cruzando lentamente. Luego, la pregunta es si estamos dispuesto a atravesarla.

¿Fue terremoto o un temblor? ¿Evacuamos o nos quedamos?

Tras el sismo del domingo 25 de marzo pasado con epicentro al norte de Constitución han surgido dos polémicas distintas pero que tienen puntos en común. La primera, y más importante para efectos de la seguridad civil, se refiere a las ambigüedades con que los organismos técnicos encargados de las emergencias actuaron frente al movimiento telúrico, y la segunda, cuya discusión dialéctica es ociosa, se relaciona con si el sismo fue un terremoto o simplemente un “temblor fuerte”.
Partamos por esta última. Para la sismología, los estremecimientos del terreno generadas por las fuerzas internas del planeta y que se traducen en ondas vibratorias que son registradas por los sismógrafos se denominan sismos o seísmos, como se llaman en España. De ellos, las sacudidas de la superficie terrestre que son perceptibles se designan simplemente terremotos (earthquakes en inglés). Por tanto, incluso el sismo de la madrugada del sábado 24 de marzo con magnitud 5,2, según el Servicio Sismológico de la Universidad de Chile, fue un terremoto.
Sólo en Chile y otros países de América Latina (Perú, Colombia, Bolivia) utilizan el concepto “temblor” (efecto de agitarse con sacudidas de poca amplitud, rápidas y frecuentes, como cuando se tienen espasmos o escalofrío) para referirse a sismos de baja intensidad. En otros países latinoamericanos son más precisos y hablan de “temblores de tierra”. Pues bien, son simplemente denominaciones para especificar y diferenciar la intensidad del fenómeno. Siendo la intensidad un concepto relativo, esto es, un sismo puede tener cerca del epicentro una fuerte intensidad pero alejado de éste puede ser imperceptible a medida que las ondas sísmicas van perdiendo energía cinética, para un habitante de Constitución o de Talca, el movimiento telúrico del domingo fue un terremoto intensidad VIII en la escala de Mercalli, mientras que para un habitante de Coquimbo o de Ovalle, donde el sismo se percibió con una magnitud III en la escala de Mercalli, fue un “temblor”.
Enfrascado en una discusión bizantina, Matías del Río en el programa Medianoche, consultaba al alcalde de Constitución, Hugo Tillería, si calificaba de temblor o terremoto el sismo y luego insistía en por qué creía que era terremoto y no temblor. La insulsa anécdota se repitió cuando en el programa Buenos Días a Todos, Julián Elfenbein, volvía a consultar al geógrafo Marcelo Lagos sobre si había sido temblor o terremoto. La ambigua respuesta dejó abierta la duda sin zanjar el supuesto dilema. La respuesta era simple. Si en alguna parte se pudo percibir el movimiento sísmico, pues bien, fue terremoto. Luego se puede clasificar en un terremoto de baja, media o fuerte intensidad.
Estas vacilaciones e incertidumbres no tan solo son planteadas por negados periodistas y conductores televisivos sino que, peor aún, por pseudo técnicos que ocupan puestos públicos en entidades encargadas de las emergencias y seguridad civil en el país. Debido a ello, entre otras razones, se genera toda suerte de ambigüedades para definir una emergencia y gestionar los protocolos de seguridad, si es que estos protocolos existen y están bien definidos. La cosa debiese ser bien simple: si usted está en la costa y percibe un terremoto que le dificulte caminar o mantenerse en pie, o bien, que su duración sea muy larga (lo sienta por más de 45 segundos), sencillamente debe ir a zonas altas. Basta con ascender a unos 12 o 15 metros sobre el nivel del mar, esto es, como un edificio de 5 pisos. Las autoridades locales, que deben tener planes de emergencia sísmicas, debiesen ser los primeros en declara la alarma y llamar una evacuación y no esperar una comunicación desde la ONEMI central o regional; si es que las comunicaciones llegasen a funcionar.
Sólo un comentario más técnico. Para determinar el epicentro y la magnitud de un terremoto, se requieren al menos tres estaciones sismológicas relativamente alejadas del foco que registren la diferencia en tiempo entre el arribo de las ondas sísmicas longitudinales y transversales, lo que permite determinar la distancia al epicentro. Luego, por triangulación de las distancias de dichas estaciones al epicentro se determina el lugar superficial del foco. Finalmente, la amplitud más alta de las ondas registradas en los sismógrafos permite determinar la magnitud, según la distancia al epicentro. Este proceso demora algunos minutos tras el término del sismo. En Chile el proceso es semiautomático, esto es, los registros son mecánicos y la determinación de la magnitud es manual usando un nomograma, lo que retrasa varios minutos la información. A mayor cantidad de estaciones, más preciso es la información.
Esto explica por qué, mientras en Chile el Servicio Sismológico de la Universidad de Chile tarda unos cinco minutos en informar preliminarmente el epicentro y magnitud y unos 45 minutos en dar la información precisa, el servicio norteamericano tarda sólo tres a seis minutos en dar la información especifica: su sistema es automático.
Aún más. La información ya es tardía, pero el SHOA debe evaluar si el sismo ya calificado por sismología, puede o no generar un tsunami. Se evalúa la profundidad del hipocentro, la afectación del lecho o fondo marino y la magnitud del momento. Para ello se requieren otros cinco a diez minutos de análisis (suponiendo que siempre hay un experto analizando los datos en el SHOA.
Un tsunami puede llegar a la costa tras un terremoto, diez minutos después de ocurrido el sismo, por lo cual, la información debiese ser entregada a la población en un menor tiempo, al menos antes que llegue el tren de olas sísmicas.
En consecuencia: ¿es eficiente nuestro sistema de alerta temprana? Claramente no. Por suerte, la sabiduría popular hace que naturalmente la población evacue hacia tierras altas en la costa tras un terremoto de mayor intensidad. ¿Se imaginan si alguien espera la “voz oficial” desde Santiago? Ello, si es que hay energía para escuchar radio u otro medio de comunicación.

viernes, 23 de marzo de 2012

Conflictos sociales y negociación. El Gobierno está en deuda.

El conocido cuento de Wells donde en el país de los ciegos el tuerto es rey, simboliza una larga historia de la humanidad en la cual la ignorancia de la masa ciudadana permitía la constitución, por una parte, de una aristocracia oligárquica (hoy conocida bajo el anglicismo establishment) con una serie de privilegios y facultades que se traducían en arbitrios y decisiones antojadizas y, por otra parte, de un proletariado o clase obrera con una gran carencia de derechos y atribuciones. Los avances durante el siglo XX en esta materia, fueron importantes: los derechos laborales, el término del inquilinaje, los derechos de la mujer, son algunos ejemplos. Pero estas prerrogativas no fueron entregadas por gracia; fueron reclamaciones y exhortaciones conquistadas a punta de camorras impulsadas por el vulgo que de a poco se iba instruyendo y reconociendo la situación desmejorada en la que se encontraba.
Hoy día, el mundo globalizado implica, entre otras muchas cosas, ciudadanos más informados que, a la luz del mayor conocimiento, exigen mayores demandas. Estas reclamaciones, sin embargo, vuelven a ser desoídos por la clase política. Parece ser que las instituciones se reforman más lentas que los cambios sociales, por el simple hecho de vivir en una burbuja de privilegios. Aquí es donde se invierte el estado de ignorancia.
La mayor parte de las reformas y revoluciones a lo largo de la historia humana han tenido un origen similar. ¿Por qué la historia parece no enseñar nada?
Los movimientos sociales actuales en Chile comienzan a manifestarse con fuerza a partir del reconocimiento de las inequidades y amplias brechas sociales existentes. Nada molesta más que la injusticia… que la injusticia social.
Esperamos que quienes conducen un país, al menos conozcan a cabalidad las reales necesidades de las personas y sepan cómo satisfacer dichas falencias, poniendo por encima de la institucionalidad las legítimas aspiraciones de la gente, bajo la premisa: las instituciones pueden reformarse y las necesidades deben satisfacerse. Sin embargo, la máxima siempre ha sido: las instituciones quedan, las personas pasan (refiriéndose obviamente a quienes ingresan a dichas instituciones, pero el caso es que el ciudadano de a pie también pasa por fuera). El status quo del establishment continúa en cuestionamiento.
Pero más allá del lapidario diagnóstico, la gestión necesaria para mitigar los efectos de los conflictos generados por el divorcio entre la clase política y la masa ciudadana, tampoco es adecuada o satisfactoria. Lamentablemente, el Gobierno ha dado cátedra de cómo no se debe hacer.
Parte de los requisitos para lograr acuerdos entre dos partes es conocer bien y con exactitud el asunto a negociar, ser flexibles y estar dispuestos a aceptar los cambios y puntos de vista opuestos. La ciudadanía, misma que mandata a través del voto en el ejercicio del poder a la clase dirigente a hacerse cargo de los destinos del país, carece de herramientas que le permitan forzar a las autoridades a gestionar las soluciones a las demandas si es que dichos agentes políticos manifiestamente no son capaces o no quieren (por las razones que sean) gestionar tales soluciones. Lo lógico, entonces, es que se recurra –como siempre acontece– a acciones de presión, tanto legales como ilícitas. En este marco, la respuesta del Gobierno (que no sabe el contexto en el cual se encuentra) es la aplicación de la institucionalidad –léase Ley de Seguridad Interior del Estado–. Haciendo un paralelo entre una negociación política y una económica, es equivalente a un grupo de accionistas de una empresa soliciten información sobre el estado financiero y el equipo directivo de la empresa aplique normas que impidan entregar dicha información y se nieguen a efectuar una reunión con los accionistas mientras éstos no dejen de amenazarles con destituirlos.
Es cierto, no siempre es posible satisfacer todas las demandas ciudadanas: los recursos son siempre limitados. También es cierto que no es una buena forma de distribuir los recursos en función de quién reclame más. Pero también es cierto que gran parte de un buen resultado en una negociación política es, justamente, solucionar el conflicto sin poner condiciones, utilizar siempre el diálogo sin que éste se rompa, mantener el autocontrol y ser lo suficientemente objetivo como para darse cuenta de cuáles son las alternativas a resolver.
El Gobierno, en esta materia, no ha dado el ancho –como se solía decir antes–. Una cosa es negociar y otra solucionar conflictos sociales.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Perdiendo la identidad y generando anonimato. El porqué de mi apodo.

En la sociedad actual, sea porque ya somos más de seis millones de habitantes o porque vivimos en la sociedad del riesgo, la identidad de las personas se ha reducido, en el mejor de los casos, a un número único almacenado en bases de datos, a través del cual, el Estado, el retail y las entidades financieras, saben qué compramos, qué vendemos, cuántas deudas tenemos y, en fin, como vivimos. Así, hemos dejado de ser personas y nos hemos convertido en individuos, elementos de un global, indiferente e impersonal mundo donde nuestros prójimos se han reducido a una cifra. Nuestros semejantes, hoy no son más que un grupo de dígitos que representan una identidad perdida, no por elección como cuando se escoge un pseudónimo, sino por osmosis, como cuando desconocemos al autor de una canción popular porque se ha difundido de boca en boca sin reconocer a su creador.
Estos números o ID’s en lenguaje digital, no son más que signos, símbolos de esta sociedad globalizada, donde sólo somos guarismos que identifican a los miembros de la especie humana sin más identidad que el propio número asignado, entes sin alma, sin espíritu, zombis sin rasgos propios que puedan individualizarlos y que se mueven al interior de una masa homogénea y monótona.
Siendo parte de esta “suciedad” globalizada, mi identidad no tiene ninguna importancia. Soy sólo un número. No es que no pueda revelar mi identidad por temor o por seguridad personal (si ya no somos personas). Tampoco es que no quiera develarla por privacidad o intimidad o simple reserva. Me rehúso a declarar mi identidad sólo en protesta y compartiendo el anonimato del 99,9% de las personas… perdón, de los individuos del planeta que carecemos de una identidad real. No soy tan arrogante como para pretender formar parte del 0,1% de las personas realmente reconocidas, con identidad propia.
Por ello utilizo este apodo (nick para los más digitales). Arcanum Anonymous simboliza el anonimato y el secreto que se esconde en lo más recóndito de nuestras comunidades, pero que desea a gritos ser revelado.

Una sociedad globalizada es una suciedad...

A partir del texto de Chomsky sobre la globalización y sus efectos en las sociedades y el nuevo paradigma del mundo actual, aquí se pretende hacer una contribución desde el espacio local e individual, para generar desde las propias herramientas de la sociedad global, una crítica constructiva (y de la otra) a los procesos y efectos de los nuevos tiempos.