“Las
instituciones funcionan” nos decía años atrás un mandatario. Y claro,
funcionan, pero el tema es cómo funcionan ya que el hecho de que funcionen
forma parte de la esencia de cualquier institución. Las evaluaciones que la
ciudadanía hace de aquellas entidades que son públicas o que siendo privadas,
proveen un servicio público, son, en general, cada vez más negativas. La
evaluación que se hace de ellas normalmente está motivada por hechos puntuales,
sin embargo, lo que no deja de sorprender es la tendencia sistemática hacia
niveles negativos. Se puede leer de esto que, por una parte, los ciudadanos
están más chinchosos para requerir servicios de calidad (o visto desde la
perspectiva mercantilista, los consumidores son cada vez más exigentes) y, por
otra parte, la gente asigna a ciertos servicios o instituciones, de acuerdo con
las funciones que cumplen, niveles de menor tolerancia ante una mala gestión.
Extrememos con un ejemplo domestico: si un transportista de un furgón escolar
hace mal su función no es igual a que un jardinero lo haga mal.
Una
de las instituciones que se nos ha dicho que no deben fallar son las fuerzas
armadas. Me crié en dictadura y se nos inculcaba el amor hacia estas
instituciones, de modo tal que hasta siento orgullo por aquellos que están
dispuestos a ofrendar su vida en servicio a su patria –aunque el la práctica
sabemos que es más seguro trabajar en una institución armada que en la
construcción, por ejemplo, obviando las instituciones policiales– . Debe ser
por lo anterior que cada vez que se cometen errores involuntarios, actos
negligentes y hasta delitos en alguna de estas instituciones, la evaluación
categórica de la sociedad es tajantemente negativa.
Actualmente
la Fuerza Aérea
de Chile vive un inexorable e implacable cuestionamiento público por el caso
del conspicuo accidente de Juan Fernández. ¿Por qué? Es cierto que fue un hecho
de notoriedad pública, tal vez no tanto por el accidente en sí sino por quienes
viajaban en la aeronave –hubiese sido lo mismo si los pasajeros hubieren sido
meros desconocidos– . Recordemos dos accidentes similares posteriores pero con
pasajeros casi anónimos. Tras el accidente, de inmediato surgieron las dudas.
¿Había sobrepeso? ¿Estaba el combustible necesario? ¿La tripulación tenía
experiencia? ¿Las condiciones climáticas eran las adecuadas?
Aún
nos cuestionamos y el proceso de investigación que lleva el fiscal a cargo
probablemente nunca revelará con certeza lo ocurrido. Lo que sí es cierto es
que la Fuerza Aérea
ha actuado con impericia comunicacional y con toda suerte de yerros no
forzados. Con ello, hoy ya no sólo se cuestiona si entregaron toda la
información requerida al fiscal sino que incluso su funcionamiento en general: ¿Se hacen las
mantenciones correspondientes? ¿Se realizan análisis seguros de las condiciones
climáticas para los vuelos? ¿Existen protocolos adecuados cuando un avión
militar transporta civiles en tiempos de paz? En síntesis ¿Funciona bien la Fuerza Aérea ?
El
resto de las fuerzas armadas no están exentas de cuestionamientos por tragedias
evitables. La Armada
tuvo su innegable y anacrónico traspié durante el terremoto del “27-F” cuando
no entregó información certera y a tiempo para que las autoridades decretaran
alerta de tsunami (sin entrar a analizar los errores de dichas autoridades). Tal
vez una alerta temprana habría evitado
decenas de muertes –sólo un buen análisis podría determinarlo–. El Ejército
tuvo su trágico error en Antuco que costó la vida a 45 conscriptos y que
culminó con fallos por cuasi-delito de homicidio reiterado para oficiales a
cargo del batallón y una serie de militares dados de baja.
Cuando
las instituciones armadas funcionan mal, sus errores cuestan caro y la
evaluación de la ciudadanía es lapidaria. Son instituciones que están al
servicio de la patria para defender la soberanía y proteger la nación, proteger
a todos los chilenos. Ninguna duda debiese caber en su actuar. Más cuando su
gestión está absolutamente financiada por leyes excepcionales a partir de
recursos públicos como el 10% del cobre y no se puede, entonces, indicar que la
falta de estos recursos impide o restringe la gestión de estas instituciones.
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