viernes, 3 de abril de 2015

Corruptio optimi pessima

Desde la existencia del Índice de Percepción de la Corrupción de la organización Transparencia Internacional, Chile ha aparecido en el dentro de los 25 países menos corruptos del planeta, y en el lugar más aventajado en Latinoamérica junto a Uruguay. Esto parece estar cambiando. Distintos juicios revelados en los últimos 25 años como los casos “FAMAE” de 1991, “Chispas” de 1997, “Pertrechos” de 1997, “MOP-GATE” de 2000, “Inverlink” de 2002, “Coimas” de 2002, “Riggs” de 2004, “Publicam” de 2006, “Acciones de LAN” de 2006, “Colusión de las Farmacias” de 2008, “Colusión en los pollos” de 2011, “Caso Cascadas” de 2013, “Penta” de 2014 y “Caval” de 2015, por mencionar los de mayor connotación pública, comienzan a develar que la corrupción en Chile no es una práctica aislada como promulga la doctrina economicista, ni menos aún, que reciba una sanción ejemplificadora. Ahora bien, de allí a plantear que Chile es una «cleptocracia» hay una distancia considerable, aunque la percepción hoy sea justamente esa. Una cosa es la percepción abstracta y otra los hechos concretos: hay tasas moderadamente elevadas de delincuencia pero la percepción de inseguridad es aún mayor. Y lo que socialmente ocurre hoy en Chile con la corrupción es similar a este ejemplo.
De esta forma, la corrupción puede ser percibida de diferentes maneras ya que su definición puede ser imprecisa. Dado que la noción de corrupción puede diferir dependiendo de las distintas jurisdicciones, el hecho que en un Estado cierta forma de corrupción no sea ilegal, no significa que no sea moralmente reprochable. Esto último es importante ya que los límites que se le imponen a la corrupción están justamente relacionados con el ámbito de restricción que imponen las legislaciones sobre la materia; algunas más restringidas y otras más permisivas. Buscando una definición, la corrupción es una práctica, más o menos extendida, ejercida por personas miembros de organizaciones públicas o privadas, consistente en el uso del poder, las funciones y los medios de tales entidades en provecho personal o para conseguir una ventaja colectiva de cualquier naturaleza, procedimiento que es ilegal, ilegítimo o amoral, por lo cual se desarrolla de manera oculta o disimulada y clandestina o privada.
Si concluimos la definición anterior, en Chile parece que la corrupción es una práctica extendida, en las empresas privadas y públicas, en las instituciones políticas y judiciales, en las organizaciones de sociedad civil. Hemos llegado a esta impresión porque el hermético cajón de manzanas (instituciones públicas y privadas) creado en dictadura, envuelto con un pulcro y decorado embalaje cuyo rotulado indica que las manzanas están sanas, ha olido a podrido por un largo rato. Se rumorea que está todo rancio pero no veíamos las manzanas y se nos decía que las malas eran casos aislados que se eliminaban rápidamente. Ahora, se ha abierto una parte de la caja y parece que cada manzana que se saca está verdaderamente fermentada. Así, la percepción es que todo está putrefacto.
La impunidad, las defensas corporativas, los pactos políticos y la falta de transparencia frente a los casos de corrupción son el caldo de cultivo de esta percepción. Pero hoy, los hechos comienzan a hablar por sí mismos, al punto que se ha generado un inmovilismo en el Gobierno, un silencio sepulcral en los partidos políticos y un tenue reconocimiento de “malas prácticas” de los gremios empresariales.
Ya no es solo que los casos de corrupción ya no son tan aislados (el caso Penta y sus aristas como SQM parecen involucrar a parte importante de la clase política de todos lados), sino que sus formas son variadas: uso ilegítimo de información privilegiada, tráfico de influencias, fraudes financieros (colusiones, malversación de fondos públicos y peculado), caciquismo y despotismo distintas formas de clientelismo político (compadraje, cooptación y nepotismo).
Pero lo que sin duda ha marcado un antes y un después en la percepción de corrupción es el hecho de que quienes se ven involucrados en estas prácticas estén relacionados directamente con la institución de mayor relevancia y poder en Chile: la Presidencia de la República. Y aquí recuerdo a Tomás de Aquino y su sentencia “corruptio optimi pessima” (la corrupción de los mejores es lo peor).
Por lo que sabemos, el caso Caval se trata justamente de un provechoso negocio privado fruto del clientelismo político, del tráfico de influencias y, aparentemente, de uso de información privilegiada, los cuales no son del todo ilegales sino carentes de ética o incluso inmorales. Sin embargo, fueron prácticas ejercidas por familiares directos de la Presidenta de la República, de quien siempre escuchamos sus discursos contrarios al lucro impropio, la equidad y la meritocracia. Si bien, hasta ahora se desconoce una implicancia directa o indirecta de Bachelet en el negocio, la forma en que enfrentó el caso ha sido errática, reservada, casi inexpresiva; sospechosa. Es lógico, entonces, que sus atributos estén por el suelo y los niveles de desaprobación a su gestión por las nubes.
Pero los síntomas sociales de la corrupción en Chile comenzaron hace rato. El primero es la abstención y pérdida del interés por la política. Luego, la impunidad ha incrementado la sensación de injusticia y el clientelismo político ha aumentado la percepción de iniquidad. Todo ello crea desafección y animadversión de los ciudadanos a las instituciones que se perciben como contrapuestas a los intereses generales de la sociedad y al bien común. En síntesis, la corrupción corroe las convicciones de una sociedad y merma la confianza en las instituciones, pudiendo llegar a que parte de esa sociedad adopte estrategias ajenas al estado de derecho sobre la base de equilibrarse a la situación de inmoralidad de la clase dirigente.

Aquí una reflexión; la situación actual del país es un círculo vicioso que nos puede llevar al despeñadero o ser visto como una oportunidad. El círculo se crea cuando la propia sociedad se niega a ver sus propios actos de corrupción, tal vez no política sino social. Todos, de una u otra forma sacamos ventajas pequeñas de situaciones cotidianas: el no pago del Transantiago, acosar a los empleados, “apitutar” al amigo, al pariente en un trabajo, “llevarse” materiales de la oficina para la casa, devolver mal un vuelto, etc., todos actos socialmente aceptados, que están al límite de lo que podemos denominar “corruptio inferiori pessima”.