martes, 24 de julio de 2012

La encuesta CASEN y el Chile que revela


A partir de la entrega de los resultados de la encuesta CASEN 2012 se ha levantado mucha polémica estéril que no aporta nada al tema central: disminuir los niveles de pobreza en que viven más de dos y medio millones de personas en el país. Se debe entender que la realización de esta encuesta no sólo es para conocer el número de pobres e indigentes del país (este es casi un objetivo secundario) sino conocer la situación de pobreza, esto es, cuáles son los componentes de la pobreza en Chile a fin de mejorar las políticas sociales tendientes a disminuir la cantidad de personas que viven en este deplorable estado.

Vamos por parte. ¿Ha disminuido la pobreza en Chile? Sí, y mucho. Las cifras son elocuentes. Comparativamente hablando, Chile es uno de los países en que más rápidamente ha reducido estos indicadores en Latinoamérica y en el mundo. Sólo un dato: en la década del 90 se redujo la pobreza a casi la mitad, de un 38,6% a un 20,2% y la extrema pobreza dos y media veces, de un 13,0% a un 5,6%. Claramente, además, cualitativamente, la pobreza de hace 20 años no es igual a la de hoy. El problema está en que en la última década la disminución de la pobreza ha sido mucho más lenta; entre el año 2000 y el 2012 varió sólo -5,8%, versus el -18,4% de la década anterior. Las razones son muchas, pero la principal es que la pobreza estructural es más difícil de erradicar y en Chile la mayor parte de la pobreza que existe es de este tipo, es decir, aquella que alcanza a cubrir a penas sus necesidades básicas, pero leves variaciones económicas y en las políticas sociales los afectan rápida y profundamente, cayendo ipso facto a estados más precarios dentro de su vulnerabilidad social.
Luego, se ha dicho, como dogma de fe, que el crecimiento económico es el motor que permite mejorar las condiciones socioeconómicas de los más vulnerables. Las cifras nuevamente corroboran esta afirmación. De hecho si se comparan las gráficas de las variaciones del PIB con las variaciones de la disminución de la pobreza, las líneas presentan, en términos generales, un comportamiento homogéneo. El problema, nuevamente, está en que en los últimos tres años el PIB ha crecido en una proporción mucho mayor al de la disminución de la pobreza. Hasta aquí no más llegó la teoría “del chorreo”.
Otras discusiones bizantinas que enfrentan a oficialistas con opositores como que la extrema pobreza ha tenido una importante disminución en este gobierno o que la pobreza no indigente no tuvo disminución, son inútiles. El único tema importante es que la disminución de la pobreza está tocando techo con las actuales políticas sociales –y cuando menciono actuales no sólo me refiero a las de este gobierno– . Siguiendo las tendencias, la pobreza debió haber sido cercana al 11% y no al 14,4% que reveló la encuesta CASEN. Por tanto, la verdadera discusión debe ser por qué el Estado no está haciendo bien la pega en su tarea de disminuir esta situación.
Tampoco es relevante en la discusión –al menos en ésta– el tema de la desigualdad. No por tratar de acortar las enormes brechas socioeconómicas disminuirá la pobreza, al contrario. La tarea del Estado por disminuir la brecha social no pasa por coartar la acumulación de riqueza de los que más poseen, sino que en utilizar parte de estos mayores recursos (a través de impuestos específicos y reformas tributarias reales) en mejorar los sistemas de protección, promoción y asistencia social de los más desposeídos.
Finalmente, la encuesta es sólo un instrumento de medición (para otro blog da el tema del instrumento propiamente tal), mejorable o no, pero que entrega una imagen de una situación que es francamente insostenible en un país que pretende entrar en las ligas mayores –recordemos también que en los países desarrollados también existe pobreza– , por tanto, el cuestionamiento a su esencia no es relevante en relación con los resultados. Claramente la pobreza no termina donde una línea arbitraria define que se acaba, pero es una forma cuantitativa de medir esta situación de vulnerabilidad social. Sin duda, sobre la línea de pobreza la vulnerabilidad continúa, con diversos matices.

viernes, 13 de julio de 2012

Participación ciudadana y el bien común.


Supongamos por un momento que las decisiones políticas del país se tomaran por mayoría absoluta de los ciudadanos mediante constantes plebiscitos, referéndums y asambleas constituyentes y la clase política sólo se dedicara a las labores administrativas y a dar cuenta de los avances (y retrocesos) de la gestión. Sin duda sería la panacea de la participación ciudadana, aquella donde los ciudadanos resuelven acerca de las grandes decisiones. Esta utopía, sin embargo, no es posible. En ella, carecen de importancia la representación y los liderazgos –cuestión que es el principal obstáculo para que exista un proyecto de esta naturaleza– y, peor aún, no se protegería el bien común y, como ovejas en el despeñadero, la sociedad se iría a pique.

Garrett Hardin, en su polémico ensayo “La Tragedia de los Comunes”, expone una situación ficticia en la cual varios pastores, motivados sólo por el interés económico personal y actuando autónoma pero racionalmente, terminan por destruir un pastizal compartido limitado (el común) aunque a ninguno de ellos, ni en forma individual ni colectiva, les convenga que ocurra tal destrucción. En efecto, la participación ciudadana, por muy mayoritaria que sea, siempre tenderá a favorecer intereses económicos y personales por sobre aquellos de interés común.
¿Cómo sería posible que elementos de interés común no sean priorizados por la población en un proceso de participación ciudadana? Simple, porque el interés común no siempre es el interés colectivo. Por ejemplo, es de interés común contar con un vertedero para el depósito de los residuos de toda una comunidad, pero nadie, ni individual ni colectivamente está dispuesto a permitir que dicho vertedero se instale a metros de su vivienda.
En consecuencia, alguien debe velar por el bien común: los poderes del Estado. El problema contrario, sin embargo, es cuando se argumenta que por velar por el bien común se imposibilite el bien colectivo. Volviendo al ejemplo del vertedero, sería instalar el vertedero en medio de una urbanización con alta densidad poblacional. Así, entonces, se requiere de alguien que técnicamente indique cuál es la mejor localización, esto es, donde tenga menor impacto, para la población y para el entorno. Ahora vemos claramente como equilibrar la trilogía burocracia–tecnocracia–participación ciudadana para alcanzar altos niveles de satisfacción política y, por ampliación, social.
La participación ciudadana, entonces, tiene límites, que son más claros cuando los liderazgos políticos actúan como orientando y guiando a la ciudadanía hacia horizontes claros, sin caer en el populismo de hacer lo que las mayorías circunstanciales o de mayor presión quieran si atentan contra el bien común. Para que ello ocurra, los liderazgos deben estar en sintonía con las necesidades ciudadanas pero deben proponer soluciones realistas. Una ciudadanía “empoderada” supone también mayores espacios de participación, pero éstos deben estar claramente informados y deben ser dialogantes más que prepotentes. Los límites no son claros, son difusos, más bien son fronteras, y requieren, además, de dirigencias positivas.

lunes, 9 de julio de 2012

Solidaridad en la ‘suciedad global’ y la gente en situación de calle


16 son las víctimas fatales causadas por las bajas temperaturas de los últimos días en el país y muchos rasgan vestiduras y se preguntan ¿cómo en un país que económicamente crece al 5,5% ocurren estos hechos? Y apuntan al gobierno con el dedo y critican las políticas sociales de la administración de turno –que no son tan distintas de las de los gobiernos pasados–. Es cierto, esto es un hecho extremadamente lamentable y hacía tiempo que no ocurría, sin embargo, antes de sindicar culpables, ampliemos el espectro del análisis. En Chile, la mayoría de las 8.000 personas (según datos oficiales) en “situación de calle” –como siúticamente se les denomina hoy a los indigentes sin vivienda– son, en una gran proporción, adultos mayores con problemas de dependencia alcohólica y/o con problemas psiquiátricos o deficiencias mentales. Esta sola condición es un fenómeno social de exclusión y marginalidad extrema que debe ser enfrentado por el Estado. Y sí, lo está haciendo. Es un problema complejo por cuanto es difícil identificar y efectuar programas orientados a solucionar los problemas sociales de fondo que aquejan a esta población, más allá de la falta de techo.




Pero la pregunta es otra: ¿Qué hacemos cada uno de nosotros por contribuir a esta problemática? Respuesta casi de Perogrullo para este tipo de preguntas: Nada. Sólo espantarnos con las cifras y los hechos y criticar la ineficiencia del gobierno.


Se dice que desde el punto de vista psicológico la transición entre los homíninos del Pleistoceno Inferior (como el Homo habilis) y aquellos del Paleolítico (como el hombre de Rodesia) se sustenta en la capacidad de estos últimos de sentir afecto por otros de su misma especie. Así, mientras los animales que ven desvalido a un miembro de su clan los abandonan a su suerte, los humanos tenemos el instinto de acoger y ayudar al indefenso y al necesitado. Hoy lo llamamos solidaridad.


La solidaridad  es uno de los valores humanos fundamentales por tanto rige –junto a otros como la responsabilidad, la subsidiaridad, la tolerancia, el respeto y la lealtad– la convivencia social y, por extensión, los modos de vida de las sociedades. Como otros valores sociales, la solidaridad es una cualidad personal que tiene una manifestación colectiva, sustentada en metas o intereses comunes.


Dado que la solidaridad es una cualidad personal –se es solidario o no–, su forma de manifestación es una actitud circunstancial o permanente que exhorta a responder favorablemente a las necesidades de terceros o a adherir a la causa de otros. Dicha actitud se transforma en un comportamiento o conducta cuando se concretiza en acciones. Esta actitud y conducta no se limita al ofrecimiento de ayuda o asistencia en el entendido de hacer esfuerzos por poner los medios que permitan a un tercero obtener o alcanzar algo, sino que implica un compromiso con aquel que se intenta asistir. De este modo, la solidaridad es una colaboración mutua entre las personas, a través de la cual una de ellas entrega una asistencia que permite al asistido resolver ciertas necesidades o carencias materiales o intangibles, mientras que el asistente se ve beneficiado siempre de manera inmaterial o anímica por la satisfacción de obrar según principios y valores humanitarios y  éticos.


Pero este impulso y tendencia intuitiva y espontánea que nuestra especie demoró miles de años en adaptar, y que sociológicamente se denomina solidaridad mecánica,  nuestra ‘suciedad global’ en apenas unos años trata de erradicar. El desarrollo de una cultura individualista que está potenciada por el sistema socioeconómico actual, lleva a una pérdida constante de la solidaridad. Sin embargo, existe una solidaridad orgánica en la cual la especialización individual conlleva a la generación de una fuerte interdependencia grupal, de modo que cada integrante de un colectivo posee una parte de los conocimientos generales y sus recursos, por lo que todos dependen de todos.


No nos sorprendamos pues que nuestro propio individualismo permita que se extinga un valor tan humano como humanitario y sea más fácil apuntar con el dedo antes de mirar la viga que tenemos en nuestro propio ojo.