Todas
las ciencias de la Tierra
buscan examinar su objeto de estudio utilizando un método científico que les
permita alcanzar su objetivo. Dicho método varía según las disciplinas, pero en
general, parten observando un hecho o problema, generando una hipótesis,
desarrollando un análisis o tratamiento de datos, efectuando una explicación
del fenómeno estudiado, según los resultados del análisis, interpretándolo para,
finalmente, llegar a una predicción. La repetición consecutiva de este ciclo permite
llegar a verificaciones de la hipótesis planteada y proponer teorías que deben
ser aceptadas en virtud de la comprobación crítica.
Un
ejemplo concreto de este ejercicio son las predicciones que desarrolla la
meteorología, disciplina que, por la dinámica a escala humana de su objeto de
estudio –el tiempo atmosférico– genera
pronósticos a partir de teorías científicamente aceptadas. A partir de modelos
matemáticos de los elementos del clima, es posible inferir su comportamiento y preconocer
su dinámica futura de corto plazo (temperaturas, humedad, lluvias, etc.).


Es
cierto que todo modelo y teoría que ha sido planteada se inicia con una fuerte
crítica por parte de la comunidad científica y luego se transforma en parte del
cuerpo doctrinario de las disciplinas. Pero lo que no puede ocurrir es que personajes
que carecen de toda rigurosidad científica expongan sus técnicas pitonisas a la
comunidad en general, sustentados en supuestos aciertos que no tienen
fundamentos. Atinar en algunos casos con la ocurrencia de fenómenos sísmicos en
su epicentro, magnitud y fecha en un territorio donde los sismos perceptibles
al año son más de 30 al año, no tiene gran chiste. Por una simple operación
matemática, es posible “predecir” que cada once días ocurrirá un temblor bajo
nuestros pies.
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