Aparentemente
todas las sociedades, en distintas épocas, han procurado la felicidad, a través
de distintos medios y para diferentes fines. Hoy, seguimos en búsqueda de este
estado emocional y se procura medir a través de fórmulas que tratan de objetivar
un concepto de suyo tan subjetivo como intangible y anímico e individual. Incluso,
algunos se aventuran a plantear la felicidad como deseo político para nuestra
sociedad. Así, inmiscuidos en los exacerbados procesos materialistas de una
sociedad de consumo, los chilenos buscamos la felicidad, tal vez sin siquiera
saber qué buscamos.
En
la cultura occidental la felicidad es considerada un estado de ánimo efímero, o
al menos transitorio, que se produce tras alcanzar logros deseados que se
relacionan con la autorrealización, la autosuficiencia, la afiliación y el
reconocimiento, entre otros niveles de satisfacción de necesidades superiores que
se mueven entre el eudemonismo y el hedonismo. Por alguna razón, las sociedades
contemporáneas han equilibrado los logros con la adquisición de bienes
generando constantes y repetitivos estados de satisfacción a través del
consumo, lo que ha llegado a equivaler a la felicidad que experimentan
comunidades como la nuestra. Hoy somos felices mientras más bienes tenemos.
Pero aún así, no somos felices, aunque podamos experimentar constantemente
estados de ánimo de satisfacción y alegría.
Como
antítesis, los religiosos plantean que la felicidad se debe buscar en comunión
con Dios. Y bien, es posible que para muchos devotos la felicidad la hallen en
la experimentación de bienaventuranzas bíblicas o bien el descubrimiento de la
iluminación o del nirvana. Pero qué ocurre con la sociedad laica o aquella que
busca otras fórmulas de felicidad; aquella que es permanente y no emocional ni
efímera y que está relacionada con lo más intrínseco del ser humano: la armonía
interna manifestada en una sensación de bienestar duradera.
De
esta forma, la felicidad, tan disímil conceptualmente como individuos pueblan
la faz de la Tierra
se debe buscar dentro de cada uno y no en el colectivo. Por tanto, sostener que
los objetivos de la sociedad del futuro se orientan a la búsqueda de la
felicidad a través de los procesos generados por la organización política y los
sistemas económicos es una falacia. El político, más bien, debe procurar
generar un estado colectivo de bienestar entendido literalmente como el estar
bien y no procurar la felicidad de los integrantes de la sociedad. En un estado
social de bienestar, la felicidad individual (y por sumatoria, la colectiva) es
más fácil.
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