Desde la existencia del Índice de Percepción de la Corrupción de la
organización Transparencia Internacional, Chile ha aparecido en el dentro de
los 25 países menos corruptos del planeta, y en el lugar más aventajado en
Latinoamérica junto a Uruguay. Esto parece estar cambiando. Distintos juicios
revelados en los últimos 25 años como los casos “FAMAE” de 1991, “Chispas” de
1997, “Pertrechos” de 1997, “MOP-GATE” de 2000, “Inverlink” de 2002, “Coimas”
de 2002, “Riggs” de 2004, “Publicam” de 2006, “Acciones de LAN” de 2006,
“Colusión de las Farmacias” de 2008, “Colusión en los pollos” de 2011, “Caso
Cascadas” de 2013, “Penta” de 2014 y “Caval” de 2015, por mencionar los de
mayor connotación pública, comienzan a develar que la corrupción en Chile no es
una práctica aislada como promulga la doctrina economicista, ni menos aún, que
reciba una sanción ejemplificadora. Ahora bien, de allí a plantear que Chile es
una «cleptocracia» hay una distancia considerable, aunque la percepción hoy sea
justamente esa. Una cosa es la percepción abstracta y otra los hechos
concretos: hay tasas moderadamente elevadas de delincuencia pero la percepción
de inseguridad es aún mayor. Y lo que socialmente ocurre hoy en Chile con la
corrupción es similar a este ejemplo.
De esta forma, la corrupción puede ser percibida de diferentes maneras
ya que su definición puede ser imprecisa. Dado que la noción de corrupción puede
diferir dependiendo de las distintas jurisdicciones, el hecho que en un Estado
cierta forma de corrupción no sea ilegal, no significa que no sea moralmente
reprochable. Esto último es importante ya que los límites que se le imponen a
la corrupción están justamente relacionados con el ámbito de restricción que
imponen las legislaciones sobre la materia; algunas más restringidas y otras
más permisivas. Buscando una definición, la corrupción es una práctica, más o
menos extendida, ejercida por personas miembros de organizaciones públicas o
privadas, consistente en el uso del poder, las funciones y los medios de tales
entidades en provecho personal o para conseguir una ventaja colectiva de
cualquier naturaleza, procedimiento que es ilegal, ilegítimo o amoral, por lo
cual se desarrolla de manera oculta o disimulada y clandestina o privada.
Si concluimos la definición anterior, en Chile parece que la corrupción
es una práctica extendida, en las empresas privadas y públicas, en las
instituciones políticas y judiciales, en las organizaciones de sociedad civil.
Hemos llegado a esta impresión porque el hermético cajón de manzanas
(instituciones públicas y privadas) creado en dictadura, envuelto con un pulcro
y decorado embalaje cuyo rotulado indica que las manzanas están sanas, ha olido
a podrido por un largo rato. Se rumorea que está todo rancio pero no veíamos
las manzanas y se nos decía que las malas eran casos aislados que se eliminaban
rápidamente. Ahora, se ha abierto una parte de la caja y parece que cada
manzana que se saca está verdaderamente fermentada. Así, la percepción es que
todo está putrefacto.
Ya no es solo que los casos de corrupción ya no son tan aislados (el
caso Penta y sus aristas como SQM parecen involucrar a parte importante de la
clase política de todos lados), sino que sus formas son variadas: uso ilegítimo
de información privilegiada, tráfico de influencias, fraudes financieros (colusiones,
malversación de fondos públicos y peculado), caciquismo y despotismo distintas
formas de clientelismo político (compadraje, cooptación y nepotismo).
Pero lo que sin duda ha marcado un antes y un después en la percepción
de corrupción es el hecho de que quienes se ven involucrados en estas prácticas
estén relacionados directamente con la institución de mayor relevancia y poder
en Chile: la Presidencia de la República. Y aquí recuerdo a Tomás de Aquino y
su sentencia “corruptio optimi pessima” (la corrupción de los mejores es lo
peor).
Por lo que sabemos, el caso Caval se trata justamente de un provechoso negocio
privado fruto del clientelismo político, del tráfico de influencias y, aparentemente,
de uso de información privilegiada, los cuales no son del todo ilegales sino carentes
de ética o incluso inmorales. Sin embargo, fueron prácticas ejercidas por
familiares directos de la Presidenta de la República, de quien siempre
escuchamos sus discursos contrarios al lucro impropio, la equidad y la
meritocracia. Si bien, hasta ahora se desconoce una implicancia directa o
indirecta de Bachelet en el negocio, la forma en que enfrentó el caso ha sido
errática, reservada, casi inexpresiva; sospechosa. Es lógico, entonces, que sus
atributos estén por el suelo y los niveles de desaprobación a su gestión por
las nubes.
Pero los síntomas sociales de la corrupción en Chile comenzaron hace
rato. El primero es la abstención y pérdida del interés por la política. Luego,
la impunidad ha incrementado la sensación de injusticia y el clientelismo
político ha aumentado la percepción de iniquidad. Todo ello crea desafección y animadversión
de los ciudadanos a las instituciones que se perciben como contrapuestas a los
intereses generales de la sociedad y al bien común. En síntesis, la corrupción corroe
las convicciones de una sociedad y merma la confianza en las instituciones,
pudiendo llegar a que parte de esa sociedad adopte estrategias ajenas al estado
de derecho sobre la base de equilibrarse a la situación de inmoralidad de la
clase dirigente.
Aquí una reflexión; la situación actual del país es un círculo vicioso
que nos puede llevar al despeñadero o ser visto como una oportunidad. El
círculo se crea cuando la propia sociedad se niega a ver sus propios actos de
corrupción, tal vez no política sino social. Todos, de una u otra forma sacamos
ventajas pequeñas de situaciones cotidianas: el no pago del Transantiago, acosar
a los empleados, “apitutar” al amigo, al pariente en un trabajo, “llevarse”
materiales de la oficina para la casa, devolver mal un vuelto, etc., todos
actos socialmente aceptados, que están al límite de lo que podemos denominar “corruptio
inferiori pessima”.
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