Supongamos por
un momento que las decisiones políticas del país se tomaran por mayoría
absoluta de los ciudadanos mediante constantes plebiscitos, referéndums y
asambleas constituyentes y la clase política sólo se dedicara a las labores
administrativas y a dar cuenta de los avances (y retrocesos) de la gestión. Sin
duda sería la panacea de la participación ciudadana, aquella donde los
ciudadanos resuelven acerca de las grandes decisiones. Esta utopía, sin
embargo, no es posible. En ella, carecen de importancia la representación y los
liderazgos –cuestión que es el principal obstáculo para que exista un proyecto
de esta naturaleza– y, peor aún, no se protegería el bien común y, como ovejas
en el despeñadero, la sociedad se iría a pique.
Garrett Hardin,
en su polémico ensayo “La
Tragedia de los Comunes”, expone una situación ficticia en la
cual varios pastores, motivados sólo por el interés económico personal y
actuando autónoma pero racionalmente, terminan por destruir un pastizal compartido
limitado (el común) aunque a ninguno de ellos, ni en forma individual ni colectiva,
les convenga que ocurra tal destrucción. En efecto, la participación ciudadana,
por muy mayoritaria que sea, siempre tenderá a favorecer intereses económicos y
personales por sobre aquellos de interés común.
¿Cómo sería
posible que elementos de interés común no sean priorizados por la población en
un proceso de participación ciudadana? Simple, porque el interés común no
siempre es el interés colectivo. Por ejemplo, es de interés común contar con un
vertedero para el depósito de los residuos de toda una comunidad, pero nadie,
ni individual ni colectivamente está dispuesto a permitir que dicho vertedero
se instale a metros de su vivienda.
En consecuencia,
alguien debe velar por el bien común: los poderes del Estado. El problema
contrario, sin embargo, es cuando se argumenta que por velar por el bien común
se imposibilite el bien colectivo. Volviendo al ejemplo del vertedero, sería
instalar el vertedero en medio de una urbanización con alta densidad
poblacional. Así, entonces, se requiere de alguien que técnicamente indique cuál
es la mejor localización, esto es, donde tenga menor impacto, para la población
y para el entorno. Ahora vemos claramente como equilibrar la trilogía
burocracia–tecnocracia–participación ciudadana para alcanzar altos niveles de
satisfacción política y, por ampliación, social.
La participación
ciudadana, entonces, tiene límites, que son más claros cuando los liderazgos
políticos actúan como orientando y guiando a la ciudadanía hacia horizontes
claros, sin caer en el populismo de hacer lo que las mayorías circunstanciales
o de mayor presión quieran si atentan contra el bien común. Para que ello
ocurra, los liderazgos deben estar en sintonía con las necesidades ciudadanas
pero deben proponer soluciones realistas. Una ciudadanía “empoderada” supone
también mayores espacios de participación, pero éstos deben estar claramente
informados y deben ser dialogantes más que prepotentes. Los límites no son
claros, son difusos, más bien son fronteras, y requieren, además, de
dirigencias positivas.
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