Muchos se preguntan qué
sentido tiene que nuestro país esté abierto a la inmigración extranjera cuando
no sobran los empleos, no se ha superado la pobreza, tenemos tantas necesidades
y, por definición los recursos son escasos y tenemos que distribuirlos entre
tantos (aún cuando la repartición en Chile es de las más desiguales del mundo),
en fin, qué sentido tiene ser tan indulgentes con los inmigrantes, tan
complacientes con expatriados, tan humanitarios…
Por supuesto que nos 'consta' que los que llegan son “mayoritariamente” delincuentes, “lo que botó la ola” de
otros países que están peor que nosotros. Por lo demás ellos viven “apiñados”
en condiciones insalubres, “son tan bulliciosos”, todos “tan buenos para la
parranda”, además que “comen con tanto aliño que llegan a ser hediondos”,
pareciera que “les gusta vivir así”; son de “mal vivir”.
Ante tanta opinión no puedo
sino escribir unas líneas… En nuestros quinientos años de historia, nuestro
país no ha sido nada más que un territorio que ha recibido constantemente
inmigrantes. Todos somos hijos de inmigrantes. Europeos primero (españoles,
alemanes, italianos, etc.), desde 1541 hasta el día de hoy; africanos luego en los
siglos XVI y XVII; árabes y chinos más tarde; y latinoamericanos más
recientemente, desde el siglo XIX hasta hoy. La mayor parte de ellos (no los
ilustres que aparecen en los textos de historia y que luego formaron la
aristocracia criolla, aunque muchos de ellos tenían el mismo origen), no provenían
de las mejores familias ni de la nobleza, venían de la plebe (y de la más baja).
Por tanto, si en los últimos años hemos lamentablemente adquirido eso que se
llama nacionalismo del rancio, déjenme decirles que nuestra nación es de
inmigrantes. Contarles también que nuestras fronteras se crearon recién hace
sólo 200 años a partir de la desintegración del Imperio Español en América,
pero que hasta hace menos de dos siglos nacer en Chile, en Argentina, en Perú o
en cualquier otra parte de Hispanoamérica no tenía un real sentido de
nacionalidad.
Decir también que la
delincuencia efectuada por extranjeros residentes no es ni por mucho mayor a la
que efectúan nuestros propios connacionales, ni siquiera cercana. Nuestros
niveles de desempleos son los más bajos de la región y del mundo (y no me voy a
extender en el nivel de flojera del chileno promedio, porque eso daría para
largo). Si muchos inmigrantes viven en condiciones insalubres es porque no
tienen recursos ni medios, ni redes (ni familiares, ni sociales, ni
gubernamentales) para mejorar estas condiciones. Si comen distinto es porque
han desarrollado culturas culinarias distintas; aquí cabe recordar que muy
pocos platos criollos son 100% creación nacional, ni la empanada, ni la
cazuela, ni nada de lo que estén pensando se creó en Chile; y hoy ya somos el
segundo país consumidor de ají de gallina, cebiche, lomo saltado y otros platos
“tan aliñados”. Si hasta los restoranes chinos han ido disminuyendo ante la
llegada de locales peruanos y colombianos.
La cultura chilena ha sido,
es y será siendo una amalgama de diversas culturas. Impedir y restringir que
este proceso de transculturación se desarrolle es absurdo e insostenible.
Podemos regular, controlar, pero nunca se podrá reprimir.
Por décadas hemos sido una
sociedad tan discriminadora que ya ni siquiera sabemos por qué somos así si no
conocemos nuestras propias raíces. Resabios del machismo, homofobia, clasismo y
racismo aún nos brotan por los poros. Preguntémonos entonces cuál es el sentido
de restringir la inmigración que ha dado origen a nuestra propia cultura.