El conocido cuento de Wells donde en el país de los ciegos el tuerto es rey, simboliza una larga historia de la humanidad en la cual la ignorancia de la masa ciudadana permitía la constitución, por una parte, de una aristocracia oligárquica (hoy conocida bajo el anglicismo establishment) con una serie de privilegios y facultades que se traducían en arbitrios y decisiones antojadizas y, por otra parte, de un proletariado o clase obrera con una gran carencia de derechos y atribuciones. Los avances durante el siglo XX en esta materia, fueron importantes: los derechos laborales, el término del inquilinaje, los derechos de la mujer, son algunos ejemplos. Pero estas prerrogativas no fueron entregadas por gracia; fueron reclamaciones y exhortaciones conquistadas a punta de camorras impulsadas por el vulgo que de a poco se iba instruyendo y reconociendo la situación desmejorada en la que se encontraba.
Hoy día, el mundo globalizado implica, entre otras muchas cosas, ciudadanos más informados que, a la luz del mayor conocimiento, exigen mayores demandas. Estas reclamaciones, sin embargo, vuelven a ser desoídos por la clase política. Parece ser que las instituciones se reforman más lentas que los cambios sociales, por el simple hecho de vivir en una burbuja de privilegios. Aquí es donde se invierte el estado de ignorancia.
La mayor parte de las reformas y revoluciones a lo largo de la historia humana han tenido un origen similar. ¿Por qué la historia parece no enseñar nada?
Los movimientos sociales actuales en Chile comienzan a manifestarse con fuerza a partir del reconocimiento de las inequidades y amplias brechas sociales existentes. Nada molesta más que la injusticia… que la injusticia social.
Esperamos que quienes conducen un país, al menos conozcan a cabalidad las reales necesidades de las personas y sepan cómo satisfacer dichas falencias, poniendo por encima de la institucionalidad las legítimas aspiraciones de la gente, bajo la premisa: las instituciones pueden reformarse y las necesidades deben satisfacerse. Sin embargo, la máxima siempre ha sido: las instituciones quedan, las personas pasan (refiriéndose obviamente a quienes ingresan a dichas instituciones, pero el caso es que el ciudadano de a pie también pasa por fuera). El status quo del establishment continúa en cuestionamiento.
Pero más allá del lapidario diagnóstico, la gestión necesaria para mitigar los efectos de los conflictos generados por el divorcio entre la clase política y la masa ciudadana, tampoco es adecuada o satisfactoria. Lamentablemente, el Gobierno ha dado cátedra de cómo no se debe hacer.
Parte de los requisitos para lograr acuerdos entre dos partes es conocer bien y con exactitud el asunto a negociar, ser flexibles y estar dispuestos a aceptar los cambios y puntos de vista opuestos. La ciudadanía, misma que mandata a través del voto en el ejercicio del poder a la clase dirigente a hacerse cargo de los destinos del país, carece de herramientas que le permitan forzar a las autoridades a gestionar las soluciones a las demandas si es que dichos agentes políticos manifiestamente no son capaces o no quieren (por las razones que sean) gestionar tales soluciones. Lo lógico, entonces, es que se recurra –como siempre acontece– a acciones de presión, tanto legales como ilícitas. En este marco, la respuesta del Gobierno (que no sabe el contexto en el cual se encuentra) es la aplicación de la institucionalidad –léase Ley de Seguridad Interior del Estado–. Haciendo un paralelo entre una negociación política y una económica, es equivalente a un grupo de accionistas de una empresa soliciten información sobre el estado financiero y el equipo directivo de la empresa aplique normas que impidan entregar dicha información y se nieguen a efectuar una reunión con los accionistas mientras éstos no dejen de amenazarles con destituirlos.
Es cierto, no siempre es posible satisfacer todas las demandas ciudadanas: los recursos son siempre limitados. También es cierto que no es una buena forma de distribuir los recursos en función de quién reclame más. Pero también es cierto que gran parte de un buen resultado en una negociación política es, justamente, solucionar el conflicto sin poner condiciones, utilizar siempre el diálogo sin que éste se rompa, mantener el autocontrol y ser lo suficientemente objetivo como para darse cuenta de cuáles son las alternativas a resolver.
El Gobierno, en esta materia, no ha dado el ancho –como se solía decir antes–. Una cosa es negociar y otra solucionar conflictos sociales.
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