viernes, 13 de julio de 2012

Participación ciudadana y el bien común.


Supongamos por un momento que las decisiones políticas del país se tomaran por mayoría absoluta de los ciudadanos mediante constantes plebiscitos, referéndums y asambleas constituyentes y la clase política sólo se dedicara a las labores administrativas y a dar cuenta de los avances (y retrocesos) de la gestión. Sin duda sería la panacea de la participación ciudadana, aquella donde los ciudadanos resuelven acerca de las grandes decisiones. Esta utopía, sin embargo, no es posible. En ella, carecen de importancia la representación y los liderazgos –cuestión que es el principal obstáculo para que exista un proyecto de esta naturaleza– y, peor aún, no se protegería el bien común y, como ovejas en el despeñadero, la sociedad se iría a pique.

Garrett Hardin, en su polémico ensayo “La Tragedia de los Comunes”, expone una situación ficticia en la cual varios pastores, motivados sólo por el interés económico personal y actuando autónoma pero racionalmente, terminan por destruir un pastizal compartido limitado (el común) aunque a ninguno de ellos, ni en forma individual ni colectiva, les convenga que ocurra tal destrucción. En efecto, la participación ciudadana, por muy mayoritaria que sea, siempre tenderá a favorecer intereses económicos y personales por sobre aquellos de interés común.
¿Cómo sería posible que elementos de interés común no sean priorizados por la población en un proceso de participación ciudadana? Simple, porque el interés común no siempre es el interés colectivo. Por ejemplo, es de interés común contar con un vertedero para el depósito de los residuos de toda una comunidad, pero nadie, ni individual ni colectivamente está dispuesto a permitir que dicho vertedero se instale a metros de su vivienda.
En consecuencia, alguien debe velar por el bien común: los poderes del Estado. El problema contrario, sin embargo, es cuando se argumenta que por velar por el bien común se imposibilite el bien colectivo. Volviendo al ejemplo del vertedero, sería instalar el vertedero en medio de una urbanización con alta densidad poblacional. Así, entonces, se requiere de alguien que técnicamente indique cuál es la mejor localización, esto es, donde tenga menor impacto, para la población y para el entorno. Ahora vemos claramente como equilibrar la trilogía burocracia–tecnocracia–participación ciudadana para alcanzar altos niveles de satisfacción política y, por ampliación, social.
La participación ciudadana, entonces, tiene límites, que son más claros cuando los liderazgos políticos actúan como orientando y guiando a la ciudadanía hacia horizontes claros, sin caer en el populismo de hacer lo que las mayorías circunstanciales o de mayor presión quieran si atentan contra el bien común. Para que ello ocurra, los liderazgos deben estar en sintonía con las necesidades ciudadanas pero deben proponer soluciones realistas. Una ciudadanía “empoderada” supone también mayores espacios de participación, pero éstos deben estar claramente informados y deben ser dialogantes más que prepotentes. Los límites no son claros, son difusos, más bien son fronteras, y requieren, además, de dirigencias positivas.

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