Supongamos por
un momento que las decisiones políticas del país se tomaran por mayoría
absoluta de los ciudadanos mediante constantes plebiscitos, referéndums y
asambleas constituyentes y la clase política sólo se dedicara a las labores
administrativas y a dar cuenta de los avances (y retrocesos) de la gestión. Sin
duda sería la panacea de la participación ciudadana, aquella donde los
ciudadanos resuelven acerca de las grandes decisiones. Esta utopía, sin
embargo, no es posible. En ella, carecen de importancia la representación y los
liderazgos –cuestión que es el principal obstáculo para que exista un proyecto
de esta naturaleza– y, peor aún, no se protegería el bien común y, como ovejas
en el despeñadero, la sociedad se iría a pique.

¿Cómo sería
posible que elementos de interés común no sean priorizados por la población en
un proceso de participación ciudadana? Simple, porque el interés común no
siempre es el interés colectivo. Por ejemplo, es de interés común contar con un
vertedero para el depósito de los residuos de toda una comunidad, pero nadie,
ni individual ni colectivamente está dispuesto a permitir que dicho vertedero
se instale a metros de su vivienda.
En consecuencia,
alguien debe velar por el bien común: los poderes del Estado. El problema
contrario, sin embargo, es cuando se argumenta que por velar por el bien común
se imposibilite el bien colectivo. Volviendo al ejemplo del vertedero, sería
instalar el vertedero en medio de una urbanización con alta densidad
poblacional. Así, entonces, se requiere de alguien que técnicamente indique cuál
es la mejor localización, esto es, donde tenga menor impacto, para la población
y para el entorno. Ahora vemos claramente como equilibrar la trilogía
burocracia–tecnocracia–participación ciudadana para alcanzar altos niveles de
satisfacción política y, por ampliación, social.

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